“Señor, ¿qué debo hacer para tener vida eterna?”. Esta pregunta, que formula el joven rico al propio Jesucristo, es una cuestión recurrente que han repetido en la historia desde los simples mortales hasta las mentes teológicas más brillantes. ¿Cuáles son las condiciones para que el hombre se salve, para vivir eternamente en la presencia del Padre tras la muerte física?.
Además, la misma respuesta ha generado mucha controversia entre las distintas corrientes del cristianismo, ¿basta con creer en Dios o son además necesarias las obras para la salvación?.
He de confesar que en lo personal a mí siempre me ha dado rabia esta pregunta, porque detrás de ella se esconde la tentación de convertir el cristianismo en un legalismo: “dame las normas, las cumplo y voy al cielo… y el que no las cumpla, ¡allá él!”. Pero el cristianismo no es eso, el cristianismo es sobre todo y ante todo una buena noticia: Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra salvación. Lo esperable sería pues vivir conforme a esa buena noticia y la salvación sería una consecuencia de la misma.
Claro que Jesucristo incluye en esa buena noticia las condiciones necesarias para la salvación, pero Jesús no es un teólogo que nos da “un tratado científico perfectamente articulado para que no quede lugar a dudas”, todo lo contrario. Jesús comunica la Buena Nueva de la Salvación en el día a día, con su vida, hablando con sus apóstoles y sus discípulos tanto de manera informal como en solemnes predicaciones… por lo que aquél que quiera encontrar en el evangelio (y en este artículo) una fórmula tipo 2+2=4, quedará frustrado. E incluso, si pretende sacar conclusiones versículo por versículo en lugar de una visión global, es posible que halle aparentes contradicciones en el mensaje del Señor.
Lo único que nos quedará pues es asomarnos, con la mayor humildad intelectual posible, a las citas evangélicas al respecto pero únicamente para que nos den una orientación global, no un manual de instrucciones ya que “Para los hombres es imposible salvarse, pero no para Dios” (Mc 10, 27; Mt 19, 26; Lc 18, 27)… ¡empezamos bien!
– Para salvarse hay que creer, hay que tener fe. Esto podría ser más o menos lógico, Jesucristo además lo repite en muchas ocasiones: la fe es la que salva (Lc 17,17), el que crea tendrá Vida Eterna (Jn 3, 15), pasará de la muerte a la Vida (Jn 5, 24), no será condenado (Jn 3, 18)… El problema viene cuando añadimos algunas cuestiones a esta afirmación. ¿con creer solamente es suficiente o es una condición necesaria pero que hay que cumplimentar con las acciones? ¿es posible, como diría Lutero, “fornicar cien veces al día y ser salvo mientras no se deje de creer”? ¿qué ocurre con los hombres justos y de recto corazón que no creen? ¿Dios destina a la condenación a los que no les ha dado la gracia de creer a su pesar?… uff, sigamos.
– Para salvarse hay que recibir el Bautismo. Jesucristo en varias ocasiones hace del hecho de creer una cuestión inseparable de bautizarse como condición de la salvación: “Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará” (Mc 16, 16-18). También en esto surgen muchas dudas, ¿qué ocurre con los ateos o los que profesan otras religiones? ¿Cualquier tipo de Bautismo es válido? ¿el bautismo de los protestantes, que no creen en la gracia actual de los sacramentos y lo celebran como un rito de adhesión también?.
– Para salvarse es necesario reconocer a Cristo como Señor. No es extraño dentro de la lógica de la Buena Noticia. Jesús es el mesías, el hijo de Dios Vivo, Dios mismo hecho hombre, y por tanto salvarse y reconocerlo como kyrios es todo uno: “Quien ve al Hijo y cree en Él tiene Vida eterna” (Jn 6, 40); “Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará” (Jn 10, 8); Jesús es el Buen Pastor que conduce a los suyos a la salvación: “Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen y Yo les doy la vida eterna”(Jn 10, 27); es el manantial de agua viva que brota hasta la eternidad (Jn 4, 13; Jn 7, 38).
– Para salvarse es necesario mantenerse constante y perseverar en la vida de fe. Así aparece en la enseñanza de los Evangelios: “el que persevere hasta el fin, ése se salvará. Con vuestra constancia salvaréis vuestras almas” (Lc 21, 18s; Mc 13, 13; Mt 21, 11s). Esta sería a mi juicio una de las condiciones más duras, la práctica totalidad de los creyentes, incluso muchos de los grandes santos de la historia, han tenido sus altibajos, sus momentos de duda y sus crisis de fe. ¿Podría condenarse pues alguien que ha llevado una vida de santidad pero la muerte le sorprende en un momento de crisis?. Jesucristo en este caso llama a ser previsores, como las diez vírgenes que se proveen no sólo de lo necesario para esperar al Señor, sino también con algo de más por lo que pudiera pasar (Mt 25, 1-12)
– Para salvarse es necesario participar del sacramento de la comunión comiendo y bebiendo el cuerpo y la sangre de Cristo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis Vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” (Jn 6, 53s). Se trata pues de la comunión sacramental, no de un símbolo de la fe. Esto lo aclara el propio Jesús cuando afirma “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por él, así quien me come vivirá por mí.” (Jn 6, 52-56). Verdaderas comida y bebida, no un símbolo o una metáfora sino, como dijo en la última cena, su propio cuerpo y sangre. Esta condición llevaría aparejada un problema ya no sólo con los ateos, que no participan de los sacramentos, sino también de todas aquella confesiones cristianas, salvo católicos y ortodoxos, que no pueden consagrar el pan y el vino pero que además no creen en la presencia real de Jesús en la Eucaristía.
– Para salvarse es necesario ser misericordioso con los demás. Dios nos juzgará con el mismo juicio que hayamos tenido con nuestro prójimo (Mt 7, 1s; Lc 6, 37) y en la medida en que hayamos perdonado a los demás: “Si perdonáis a los demás sus ofensas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará.” (Mt 6, 14s). Dios es como el rey de la parábola que perdona a uno de sus siervos una gran suma pero que revierte su perdón cuando descubre que este se niega a perdonar a otro una suma muy inferior (Mt 18, 23-35). Y es lo que el propio Jesús nos enseña a pedir en el Padrenuestro, “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). La verdad es que no sé si da más alivio o miedo, ja, ja, ja.
– Para salvarse es necesario ser desprendido con el dinero. Probablemente el ídolo más poderoso, “no podéis servir a Dios y al dinero” puesto que amar a uno supone despreciar al otro (Lc 16, 9-15) y como diría San Pablo, el afán de dinero es la raíz de todos los males (1Tim 6, 10). Al joven rico y cumplidor de los mandamientos le dice que le falta una sola cosa para seguirle, “vende todos tus bienes y repártelo entre los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme” (Mt 19, 21; Mc 10, 21; Lc 18, 22). Este es el fin de la limosna. “Vended los bienes y dad limosna. No acumuléis tesoros en la tierra, sino en el cielo, pues donde esté vuestro tesoro estará vuestro corazón” (Lc 12,33s; Mt 6,19s).
El desprendimiento lleva aparejadas recompensas en la tierra y en el cielo, “os aseguro que nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, con persecuciones, y en el mundo venidero, vida eterna”. (Mc 10, 29s; Mt 19, 29; Lc 18, 29s).
– Para salvarse es necesario anteponer a Jesucristo y al Evangelio a uno mismo, desprendiéndose no sólo del dinero, sino también de la propia vida y de todo lo que esto significa, proyectos, necesidades, deseos… si fuese necesario, pues “quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mt 16, 25s; 10, 39; Mc 8, 35; Lc 9, 24s; 17, 33; Jn 12, 25)
– Para salvarse es necesario tratar de evitar el pecado, que es algo distinto a no pecar. El Señor sabe que somos pecadores y que caeremos muchas veces, pero debemos evitar todo aquellos que nos lleve a pecar, situaciones, lugares, personas… incluso aunque nos resulte doloroso, tan doloroso como si nos arrancásemos un ojo, ya que “Si tu ojo derecho te hace pecar, arráncalo y tíralo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno”. (Mc 9, 48).
– Para salvarse son necesarias las buenas obras, no bastaría con creer sino tal y como dice Jesús, “no todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de Dios, sino aquel que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo”. (Mt 7, 21). La primera respuesta que Jesús da al joven rico con el que abríamos el artículo es muy clara al respecto: “si quieres entrar en la vida eterna, cumple los mandamientos: No matarás; no cometerás adulterio; no hurtarás; no dirás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre; ama a tu prójimo…” (Mt 19, 18s).
Podríamos entender la lógica y la simplicidad de estos textos, creer no puede estar desligado del obrar, y creer sin obrar por tanto no valdría de nada, no serviría para la salvación, “la fe sin obras es una fe muerta” (St 2, 14). Sin embargo Lutero, el padre de la reforma, tergiversó este concepto cuando alteró la frase de San Pablo “el justo vivirá por la fe” (Rom 1, 17) y añadió un adverbio diciendo “el justo vivirá solamente por la fe” de manera la teología protestante niega el valor de las obras para la salvación.
No obstante Jesús siempre enseñó la necesidad de cumplir los mandamientos, pues «el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.» (Mt 5, 19).
Es necesario poner en práctica la palabra de Dios. Escuchar la Palabra y no ponerla por obra es “como el que edifica una casa sobre la arena, que la lluvia, los torrentes y el viento fuerte la derrumban y es grande su ruina” (Mt 7, 26s). El reino de los cielos es para “los bienaventurados que trabajan por la paz y la justicia”(Mt 5,9s).
Incluso aquí se abriría una “misteriosa” vía de salvación para aquellos que no han conocido, se entiende que a su pesar, a Jesús. En la parábola del juicio a las naciones (Mt 25, 31-45) al final de los tiempos el Señor las reúne y separa a unas a la derecha, para la salvación, y a otras a la izquierda, par su condenación. Las naciones, en el lenguaje bíblico, son los otros pueblos, los que no tienen al Señor como Dios, en este caso, los que no han conocido a Jesús. ¿cuál es el criterio que se sigue en el juicio si no pueden ser juzgados por la fe? Pues las obras de misericordia: aquellos que dieron de comer al hambriento, de beber al sediento, visitaron al enfermo y al encarcelado, vistieron al desnudo y dieron cobijo al peregrino irán al Reino del Padre, los que no, al fuego preparado para Satanás y sus ángeles, porque cada vez que hicieron (o dejaron de hacer) una obra de misericordia con algún necesitado fue como si lo hicieran al mismo Jesucristo “al que no conocían”.
La obra propia de los creyentes, sin obviar las de misericordia, será otra. Los creyentes sí conocen al Señor, al dueño de la casa, por tanto el criterio es otro, que lo que han recibido de Él no se lo guarden, por poco que sea, sino que deben ponerlo en acción, tal como enseña la parábola de los talentos que aparece en ese mismo capítulo justo con anterioridad, (Mt 25, 21-30).
¿Cómo debemos entender pues toda esta lista de “condiciones”? ¿se deben dar todas y cada una de ellas sin excepción o son distintas vías o posibilidades para la salvación aunque no lleguen a cumplirse todas?.
La verdad es que si las ponemos todas juntas parecerían una sola, como si cada una de ellas fuese una consecuencia de la anterior: “Para salvarse hay que creer en Dios, reconociendo a Jesús como Señor, recibiendo el bautismo, participando de la Eucaristía y perseverando en la fe. Esta fe debe ir acompañada inseparablemente de las obras, siendo misericordiosos con los demás, perdonando a los otros, siendo desprendidos con el dinero, tratando de evitar el pecado, anteponiendo la Voluntad de Dios incluso a la propia vida y poniendo en práctica la Palabra con el cumplimento de los mandamientos, trabajando por la paz y la justicia, colaborando en la misión y realizando obras de misericordia. Incluso hasta los que no han conocido al Señor se podrían salvar por el trato dado a los más necesitados”.
Es ciertamente hermoso, maravillosamente hermoso… ¿imposiblemente hermoso?. Antes de tratar de darnos cabezazos contra la pared lo primero sería recordar que, por muchas vueltas que le demos, la salvación, aunque cuenta con nuestra libertad, siempre es en origen una gracia, un regalo, un don, pues “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16s)
Así sea.